TORMENTA
(Tango de
Enrique Santos Discépolo - 1939)
Si digo “el último café”, en su pensamiento se
prefigura –probablemente- la puerta de un
bar, distante unos veinte metros, del otro lado de una avenida. Entre su
mirada, cargada de incertidumbre y expectación, detectará una esquina que
deberá sortear porque en su cordón amenazan baldosones en punta, asomados de un
pozo irregular donde una torcaza va en busca de un refugio precario. Anticipa
un encuentro primero, secreto.
Sentada aquí, la suave brisa que corre juega
displicente con un mechón de mi pelo y molesta apenas mi mirada que se alarga.
Hay sin duda, en su escenario, un semáforo de
cuatro tiempos entre su paso retenido y ansioso y la puerta aquella donde los
bordes dorados de sus letras le invitan a arriesgar el nombre del bar. Ninguno
de los tiempos del semáforo, está a su favor. Se entrega entonces al juego
adivinatorio en una carrera en su contra, perdida de antemano.
La vista desde este lugar es amplia y todo cuanto
se mueve es percibido por mi mirada que se posa precisa y sin prejuicios.
Sobre las líneas blancas despintadas a fuerza de
soles y lluvias estaciona un auto que –ya sabe- es un transporte clandestino
desesperado por escupir a un pasajero y engullir a otro. Un señor mayor cruza
con fatal dificultad. Los nombres que jugaban en su mente se le estrellan en el
grito de su propia voz advirtiendo del riesgo al hombre que cruza.
Hay sol sobre las criaturas que reposan en los
postes equidistantes y se comunican en una carcajada palmípeda, escandalosa. Yo,
sorbo de la bombilla; miro, pienso, despunto un lápiz.
Su cuerpo, sin que se
lo pidiera, corrige dirección y marcha en socorro del anciano imprudente,
ciego, sordo, depositario de su auxilio y de su enojo, casi proporcionales.
Marcha, sin quererlo, a otra esquina con los ojos porfiando en la puerta del
bar.
El tiempo –pienso- es una ilusión que no importa.
Acomodo mis hojas blancas sobre el regazo y dejo que lápiz, mano y conjunción
estelar hagan su danza sobre ellas. Muevo distraídamente la bombilla y vuelvo a
beber. Un perro negro corre sin amarres, sin bozal, empapado de gloriosa
libertad.
Llueve sin aviso, sin escrúpulos. En esa esquina
donde el viejo se detuvo infantil, con los brazos abiertos a beber la lluvia,
piensa en las palabras que había elegido cuidadosamente, con exquisitez de orfebre.
Con la certeza avezada de alquimista que abrochará la gargantilla junto al
conjuro, después de las mieles primeras.
Adivino en las copas de los árboles que oscilan
confortándose unas contra otras, el murmullo de un arroyo que no veo. Brilla la
superficie líquida, ondulante, frente a mí. Todo sonido se funde y se vuelve
palabra.
La lluvia ha lavado las palabras de su memoria y
chorrean desmembradas junto a los mechones de su cabello que se le pegan empecinados
sobre el rostro. En el hastío que provoca su figura estoica y anhelante, Cronos
se apiada y le proporciona una luz verde acuosa. No alcanza para llegar a la
vereda de aquella puerta que le observa, perversa, en diagonal.
El sol suavemente depone su presencia, acaricia y
se retiene su calidez sobre faldas y frondosidades. Avanza un frente de nubes
que amenazan desgarrarse en los filos de las cimas. Detengo todavía la mirada
un poco más. Insisto más allá de los bordes.
Yuri Gagarin no habrá sentido tal júbilo al
transitar el intangible espacio exterior. Frente a ella, con su picaporte en
mano, el nombre ominoso sobre la puerta, ya no importa. No importan tampoco el
lastimoso aspecto mendicante en el que entra, ni las palabras diluidas. Buscará
la mesa, la silla, la presencia. En esa marea humana de voces y de cuerpos se
enrostrará con la nitidez de la ausencia. “El último café”, se agota en las
guitarras de Cuesta Arriba y pugna por hacerse audible en el saturado equipo de
audio que tiene el bar.
La música que escapaba de la ventana de una cabaña
lejana, cesa sin escándalo: “El último café”, en un diálogo entre Morgado y
otras cuerdas. Sorbo el trago del estribo y guardo el mate en la mochila. El
perro, conocedor de los tiempos vitales, regresa.
En sus ojos, la lluvia arrecia prepotente. “Esto
es una mierda” –se escuchará morder cada sílaba.
Se dora el sol en mis ojos y las pequeñas gotas
inician el regreso besándome la cara. “Esto es perfecto” –murmuro.
Vivi Núñez, Patagonia, 19 de diciembre de 2019