viernes, 20 de diciembre de 2019

Tormenta


TORMENTA
(Tango de
Enrique Santos Discépolo - 1939)

Si digo “el último café”, en su pensamiento se prefigura –probablemente- la puerta de un  bar, distante unos veinte metros, del otro lado de una avenida. Entre su mirada, cargada de incertidumbre y expectación, detectará una esquina que deberá sortear porque en su cordón amenazan baldosones en punta, asomados de un pozo irregular donde una torcaza va en busca de un refugio precario. Anticipa un encuentro primero, secreto.
Sentada aquí, la suave brisa que corre juega displicente con un mechón de mi pelo y molesta apenas mi mirada que se alarga.
Hay sin duda, en su escenario, un semáforo de cuatro tiempos entre su paso retenido y ansioso y la puerta aquella donde los bordes dorados de sus letras le invitan a arriesgar el nombre del bar. Ninguno de los tiempos del semáforo, está a su favor. Se entrega entonces al juego adivinatorio en una carrera en su contra, perdida de antemano.
La vista desde este lugar es amplia y todo cuanto se mueve es percibido por mi mirada que se posa precisa y sin prejuicios.
Sobre las líneas blancas despintadas a fuerza de soles y lluvias estaciona un auto que –ya sabe- es un transporte clandestino desesperado por escupir a un pasajero y engullir a otro. Un señor mayor cruza con fatal dificultad. Los nombres que jugaban en su mente se le estrellan en el grito de su propia voz advirtiendo del riesgo al hombre que cruza.
Hay sol sobre las criaturas que reposan en los postes equidistantes y se comunican en una carcajada palmípeda, escandalosa. Yo, sorbo de la bombilla; miro, pienso, despunto un lápiz.
          Su cuerpo, sin que se lo pidiera, corrige dirección y marcha en socorro del anciano imprudente, ciego, sordo, depositario de su auxilio y de su enojo, casi proporcionales. Marcha, sin quererlo, a otra esquina con los ojos porfiando en la puerta del bar.
El tiempo –pienso- es una ilusión que no importa. Acomodo mis hojas blancas sobre el regazo y dejo que lápiz, mano y conjunción estelar hagan su danza sobre ellas. Muevo distraídamente la bombilla y vuelvo a beber. Un perro negro corre sin amarres, sin bozal, empapado de gloriosa libertad.
Llueve sin aviso, sin escrúpulos. En esa esquina donde el viejo se detuvo infantil, con los brazos abiertos a beber la lluvia, piensa en las palabras que había elegido cuidadosamente, con exquisitez de orfebre. Con la certeza avezada de alquimista que abrochará la gargantilla junto al conjuro, después de las mieles primeras.
Adivino en las copas de los árboles que oscilan confortándose unas contra otras, el murmullo de un arroyo que no veo. Brilla la superficie líquida, ondulante, frente a mí. Todo sonido se funde y se vuelve palabra.
La lluvia ha lavado las palabras de su memoria y chorrean desmembradas junto a los mechones de su cabello que se le pegan empecinados sobre el rostro. En el hastío que provoca su figura estoica y anhelante, Cronos se apiada y le proporciona una luz verde acuosa. No alcanza para llegar a la vereda de aquella puerta que le observa, perversa, en diagonal.
El sol suavemente depone su presencia, acaricia y se retiene su calidez sobre faldas y frondosidades. Avanza un frente de nubes que amenazan desgarrarse en los filos de las cimas. Detengo todavía la mirada un poco más. Insisto más allá de los bordes.
Yuri Gagarin no habrá sentido tal júbilo al transitar el intangible espacio exterior. Frente a ella, con su picaporte en mano, el nombre ominoso sobre la puerta, ya no importa. No importan tampoco el lastimoso aspecto mendicante en el que entra, ni las palabras diluidas. Buscará la mesa, la silla, la presencia. En esa marea humana de voces y de cuerpos se enrostrará con la nitidez de la ausencia. “El último café”, se agota en las guitarras de Cuesta Arriba y pugna por hacerse audible en el saturado equipo de audio que tiene el bar.
La música que escapaba de la ventana de una cabaña lejana, cesa sin escándalo: “El último café”, en un diálogo entre Morgado y otras cuerdas. Sorbo el trago del estribo y guardo el mate en la mochila. El perro, conocedor de los tiempos vitales, regresa.
En sus ojos, la lluvia arrecia prepotente. “Esto es una mierda” –se escuchará morder cada sílaba.
Se dora el sol en mis ojos y las pequeñas gotas inician el regreso besándome la cara. “Esto es perfecto” –murmuro.

Vivi Núñez, Patagonia, 19 de diciembre de 2019 

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